Eran las dos de la mañana, había llovido un poco, el clima
era invierno puro y se había llenado el cenicero, por ahí se escuchaban las últimas
palabras. Era obvio el silencio. Ahí estaba Marcela, a un lado, callada,
meditabunda, de mirada perdida.
De pronto me mira, veo sus manos convertirse en puños, veo
esa mirada encenderse de ira, veo su cuerpo temblar y veo a Marcela entrar en
llanto. De a poco la veo desmoronarse del todo, su mirada encendida decae de
golpe, Marcela debe odiar todo esto, pero todo se le escapa de las manos, para
ella esto es inconcebible, y yo solo logro contemplarla en el más profundo
silencio.
Marcela debe querer consuelo; pero yo soy un canalla, y como
tal, solo dispongo a verla. Y aunque canalla y malvado, sé que estoy atando mis
manos para evitar ese calor que ella aclama, de su llanto incomprendido,
desmerecido quizás, pero muy en el fondo necesario.
Marcela decae una y otra vez en el llanto, balbucea, tratando
de decir algo pero en su estado solo se entiende su pesar. Marcela llora,
dolida, con el orgullo quebrantado, y yo solo me quedo callado admirando esa
escena.
Un cuarto para las tres, empieza a hacer algo de frío, todo
en silencio de nuevo. Me dispongo a irme y solo escucho un débil y casi
insonoro: No te vayas. Era un llamado al
retorno y a lo mismo. Pero ya todo se
había acabado. Quizás muchos antes.