lunes, 21 de octubre de 2013

Marcela.

Eran las dos de la mañana, había llovido un poco, el clima era invierno puro y se había llenado el cenicero, por ahí se escuchaban las últimas palabras. Era obvio el silencio. Ahí estaba Marcela, a un lado, callada, meditabunda, de mirada perdida.

De pronto me mira, veo sus manos convertirse en puños, veo esa mirada encenderse de ira, veo su cuerpo temblar y veo a Marcela entrar en llanto. De a poco la veo desmoronarse del todo, su mirada encendida decae de golpe, Marcela debe odiar todo esto, pero todo se le escapa de las manos, para ella esto es inconcebible, y yo solo logro contemplarla en el más profundo silencio.  



Marcela debe querer consuelo; pero yo soy un canalla, y como tal, solo dispongo a verla. Y aunque canalla y malvado, sé que estoy atando mis manos para evitar ese calor que ella aclama, de su llanto incomprendido, desmerecido quizás, pero muy en el fondo necesario.  

Marcela decae una y otra vez en el llanto, balbucea, tratando de decir algo pero en su estado solo se entiende su pesar. Marcela llora, dolida, con el orgullo quebrantado, y yo solo me quedo callado admirando esa escena.


Un cuarto para las tres, empieza a hacer algo de frío, todo en silencio de nuevo. Me dispongo a irme y solo escucho un débil y casi insonoro: No te vayas.  Era un llamado al retorno y a lo mismo. Pero ya todo se había acabado. Quizás muchos antes.